La fundación de Viedma y Carmen de Patagones, el 22 de abril de 1779, marca el nacimiento de lo que en términos geopolíticos puede considerarse como el origen mismo de la Argentina patagónica. De allí la importancia de estas ciudades que durante los siglos XVIII y XIX cumplieron una función clave para la construcción y consolidación de la soberanía de nuestro país en los vastos territorios australes.
El río de la Plata y sus zonas adyacentes adquirieron con el correr del siglo XVIII una importancia estratégica y económica que no pasó desapercibida para la Corona. España, que había sido desplazada del lugar hegemónico que ocupó en el dominio de los mares, comenzó a atender con cierta preocupación el comportamiento de algunas naciones europeas -especialmente el de Inglaterra- que no ocultaban su voluntad de infiltrar económica y militarmente los puntos más alejados del globo. El río de la Plata se convirtió, de este modo, en una referencia fundamental para la vigilancia del Atlántico sur. Por eso, en 1776, se articuló provisoriamente -y con carácter definitivo un año después- el Virreinato del Río de la Plata, el más extenso, por otra parte, de la América colonial.
La jurisdicción del nuevo virreinato abarcaba cinco millones de kilómetros cuadrados, aunque sus autoridades jamás lograron ejercer su plena potestad sobre la totalidad del territorio. En efecto: la zona que se extendía al sur de la línea que pasaba por Magdalena, Luján, Salto, Pergamino, Río Cuarto, San Luis y San Carlos, hasta Tierra del Fuego, era un “desierto” que “sólo” poblaban los indios. Este espacio que se proyectaba hasta el último confín de la Patagonia era una verdadera preocupación para la corona española porque de su posesión dependía el dominio del Estrecho de Magallanes y consecuentemente, el de las rutas que vinculaban el Atlántico con los mercados del Pacífico. Los piratas, por caso, utilizaban con regular frecuencia este paso entre los dos océanos. Pero, fundamentalmente, barcos franceses e ingleses recorrían libremente desde hacía tiempo las costas australes detrás de su fauna marina. Por lo general, se establecían en aparcaderos durante largas temporadas o como sucedió en las Malvinas, cuyas consecuencias son visibles hasta el día de hoy.
En Manchester, en 1774, el sacerdote jesuita Tomás Falkner publicó su libro “Descripción de la Patagonia y lugares adyacentes de Sur América” que sirvió de alerta y estímulo para la decisión que más tarde adoptaría España con relación a la ocupación de los territorios patagónicos. El texto, puesto en duda por los investigadores actuales pero que pragmáticamente tuvo una influencia decisiva en la secuencia histórica que nos ocupa, ponía en evidencia no sólo aspectos de la vida al sur del río Salado, donde la Compañía de Jesús había sostenido misiones, sino que revelaba el estado de indefensión en que se encontraban las ciudades de Buenos Aires y Montevideo. En una de sus páginas Falkner sostenía que “navegando por el río de los Sauces (Negro) hacia el oeste, es posible llegar al Reino de Chile”. Y agregaba: “Si a una nación cualquiera se le antojase poblar esta tierra, ello sería asunto de tener a los españoles en continua alarma. Los indios de las orillas del río se enrolarían en la expedición por amor al botín y de este modo será factible la caída de Valdivia e incluso de Valparaíso en poder del enemigo”.
España interpretó que estas palabras eran una invitación para que Inglaterra adoptara una política de ocupación de la Patagonia y comprendió, con buen tino, que era hora de articular una política activa que atendiera sus intereses sobre el sur del Vierreinato. Su competidora en el dominio de los mares estaba en plena expansión y dispuesta a organizar nuevas colonias. Necesitaba puertos y abrigos seguros para sus barcos pesqueros y mercantes, lo mismo que para sus fuerzas navales. Debía, además, resarcirse de las pérdidas recientes de sus colonias de América del Norte. No obstante lo expuesto, debieron transcurrir cuatro años hasta que se resolvió la fundación de poblaciones en la Patagonia. El Ministro Universal de Indias, José de Gálvez, fue el encargado de redactar la real orden que materializó la nueva política que el Virreinato del Río de la Plata debía aplicar en su jurisdicción.
“Con el fin de que los ingleses o sus colonos insurgentes no piensen establecerse en la Bahía San Julián o sobre la misma costa para la pesca de ballenas en aquellos mares a que se han dedicado con mucho empeño, ha resuelto Su Majestad que se den órdenes reservadas y bien precisas al Virrey de Buenos Aires y también al Intendente de la Real Hacienda, previniéndoles que de común acuerdo y con toda la posible prontitud dispongan hacer un formal Establecimiento y Población en dicha Bahía de San Julián, con las miras, desde luego, de que allí se forme un armazón de pesca de ballenas como las que tienen los portugueses en Santa Catalina, procurando a este intento adquirir sujetos prácticos a toda costa, sean españoles o portugueses, y de aprovechar las salinas abundantes de aquel paraje para el abasto de Buenos Aires y lavazón de las carnes de aquella provincia, con que fomentar este utilísimo ramo del comercio, recomendándoles mucho todos los objetos expresados, con la advertencia de que para lograrlos completamente, les autoriza el Rey a fin de que puedan conceder en su real nombre los premios que regularen convenientemente y precisos…”
Este fue el primer paso dado por España para ocupar la Patagonia de modo permanente. El Virreinato del Río de la Plata, creado hacía dos años, necesitaba este auxilio de la Corona para poner fin a las acechanzas que experimentaba en sus territorios. Los ingleses, tal cual lo señaló José de Gálvez, se dedicaban en los mares patagónicos a la caza de ballenas “con mucho empeño”, lo que equivale a decir con claras intenciones de afianzar nuevos dominios.
Hasta este momento, por otra parte, habían fracasado todos los intentos de articular enclaves permanentes en el sur. La ferocidad del clima, las enormes distancias que sólo se podían barrer por mar, las hostilidades siempre latentes con los indios, fueron causas concurrentes que pusieron fin a empresas anteriores iniciadas en Chile y en Buenos Aires.
Recién en 1779 prosperaría este objetivo, especialmente a partir del descubrimiento del río Negro y la fundación del Fuerte y Población Nuestra Señora del Carmen.
El 20 de junio de 1778, a bordo del buque correo “La Diana”, parten de España los hombres designados por la Corona para la difícil empresa de afianzar los dominios patagónicos. Sesenta y nueve días les demanda la travesía hasta el nuevo mundo. El 16 de diciembre, desde el puerto de Montevideo, embarcan finalmente en la escuadra que los transportará hasta las costas de la Península de Valdés
La formación estaba integrada por cuatro embarcaciones: el paquebote Santa Teresa, la sumaca Nuestra Señora de Olibeyra, la goleta Nuestra Señora del Carmen y una fragata del mismo nombre que la anterior.
Cuatro oficiales de infantería y cien hombres de tropa; un oficial y veinte hombres de artillería; cuatro capellanes; dos auxiliares administrativos; tres lenguaraces; tres cirujanos; cuatro sangradores; cuatro pilotos de altura; un número indeterminado de carpinteros, artesanos y prácticos componían en total una dotación de doscientas treinta y dos personas, cincuenta de ellas desterradas y dieciséis negros presidiarios.
El 7 de enero de 1779 los expedicionarios desembarcan en la Patagonia. Los aguarda un paisaje árido y desolador, sin agua. Emprenden largas marchas hasta dar con la primera fuente, pero “era tan salada que nadie pudo beber de ella”.
Las duras condiciones del medio empujan a la deserción. Muchos abandonan la partida para tener que regresar al poco tiempo expulsados por el desierto. Las disensiones se marcan con el correr de los días. Juan de la Piedra prepara su buque para ir a San Julián pero a último momento emprende su regreso a Buenos Aires. Los encontronazos entre los jefes de la expedición son frecuentes. El páramo que los rodea exacerba los espíritus.
De la Piedra no vacila y se marcha. Deja a Francisco de Viedma a cargo de una expedición que parece signada por el fracaso. Pero un acontecimiento cambia la historia. El 22 de febrero de 1779 Villarino descubre el río Negro y Viedma ya no duda: intuye que allí lo aguarda el destino para concretar el proyecto de fundar la Patagonia.
El andaluz había nacido en Jaén el 11 de enero de 1737. Nunca debió haber sospechado que sería elegido para la misión que le confió su país, tal como queda revelado al enterarse de la noticia. El Ministro Universal de Indias -el arquitecto de la expedición a la Patagonia- entendió, como lo señala Pedro de Angelis, que la condición de agricultor de Viedma lo hacía el hombre más indicado para viajar a los últimos confines del imperio. Dice este historiador: “…se excusaba Viedma ante el Ministro por las muchas atenciones de familia y por su ninguna aptitud para esta clase de empleos. Por fin, cansado Gálvez de la resistencia que encontraba en su protegido, mudó de conversación y le preguntó en que estado se encontraba su hacienda. Viedma, que ponía todo su orgullo en pasar por el primer agricultor de Andalucía le contestó que a fuerza de cuidados había logrado llevarlas a un estado de prosperidad extraordinario… Esto es precisamente lo que el rey quiere que haga usted en la Patagonia -le dijo el Ministro- devolviéndole la renuncia”.
Los tiempos del oro y la plata fácil que habían nutrido la economía del Imperio ya se habían agotado. España estaba obligada a encontrar otro modelo –para usar una palabra de nuestros días- que le permitieran recuperar la distancia que comenzaba a separarla de Inglaterra. Las ideas de la fisiocracia están en la base de la decisión que determinó la fundación de Viedma y Patagones. Para los fisiócratas en la economía existe un orden natural que no requiere la intervención del Estado para mejorar las condiciones de vida de las personas. La figura más destacada de esta corriente fue el economista francés François Quesnay que definió los principios básicos de esta escuela de pensamiento en Le Tableau économique (1758), un diagrama en el que explicaba los flujos de dinero y de bienes que constituyen el núcleo básico de una economía. Simplificando, los fisiócratas pensaban que estos flujos eran circulares y se retroalimentaban. Sin embargo la idea más importante de los fisiócratas era su división de la sociedad en tres clases: una clase productiva formada por los agricultores, los pescadores y los mineros, que constituían el 50% de la población; la clase propietaria, o clase estéril, formada por los terratenientes, que representaban la cuarta parte, y los artesanos, que constituían el resto. La importancia del Tableau de Quesnay radicaba en su idea de que sólo la clase agrícola era capaz de producir un excedente económico o producto neto. Y es así como seguramente la Corona piensa que debía propiciar la agricultura para restablecer su liderazgo. El desconocimiento de España en torno a la Patagonia claramente la lleva a practicar estas ideas en un territorio poco benigno para sus planes, aunque no falla al elegir a su ejecutor: un agricultor que presumía ser el mejor de Andalucía.
Francisco de Viedma llega al Río de la Plata en la fragata correo la “Diligencia” en 1778, poco después que lo hiciera el grueso de los hombres que formarían parte de la misión. Antes, había participado en la ardua planificación del viaje a la Patagonia que determinó una fundación en San Julián y otra en un lugar impreciso que en España llamaban Bahía Sin Fondo, en las azules aguas del golfo de San Matías. Para este último objetivo, como se dijo, Juan de la Piedra navegó a Sudamérica mucho antes que Viedma para aprestar la escuadra expedicionaria. Luego hizo lo suyo el labrador andaluz, instruido para fundar San Julián.
A principios de noviembre de 1778 los dos superintedentes se reúnen en Montevideo y desde allí deben marchar a Buenos Aires. El Virrey Vértiz los requiere. Un nuevo destino -quizá el que siempre existió y la Corona mantuvo en secreto- los aguarda: De la Piedra, que había estado en Malvinas, irá a San Julián y Viedma a Bahía Sin Fondo.
El cambio de planes se correspondía con una carta que había enviado Gálvez al Virrey. En ella, el Ministro Universal, daba cuenta sobre los motivos geopolíticos de la expedición. Inglaterra, reducida en sus dominios continentales por la escisión de las colonias norteamericanas, probablemente intentaría resarcirse de sus pérdidas. Esto especulaba Gálvez, y sobre la base de estos argumentos la expedición a la Patagonia completó su semántica.
La misión no era fácil ni abundaba el apoyo. En reiteradas ocasiones De la Piedra y Viedma experimentaron la indiferencia de los funcionarios del Virreinato y la impotencia frente a una burocracia sin perspectivas políticas de lo que estaba en juego. La Patagonia era considerada una “zona vacía”, sin relevancia económica. Además, la indefinición jerárquica de la expedición -tanto De la Piedra como Viedma ostentaban idénticos títulos- nutría de conflictividad la misión que ambos jefes compartían en un mismo grado.
El 16 de diciembre de 1778, por fin, la escuadra parte de Montevideo en busca de Bahía Sin Fondo. En enero arriban a un inmenso golfo que confunden con el lugar buscado. Habían penetrado en el golfo de San José, en la provincia de Chubut, península Valdéz. De la Piedra -quizá ganado por la ansiedad- opina de inmediato que ese lugar se ajusta a los requerimientos de la Corona. Viedma, cuyos ojos de agricultor le permiten otra lectura del páramo, advierte de inmediato el desatino. Las fuentes de agua halladas por Villarino jamás podrían sostener una población. Se traban fuertes discusiones entre los jefes. De la Piedra no admite los juicios de su interlocutor y embarca para Buenos Aires. Francisco de Viedma debe asumir la plena responsabilidad de la expedición patagónica.
Como el genovés que partió de Palos, Viedma ignora lo que tiene por delante. Sin embargo, también como aquél, el azar o el destino están de su parte. Villarino, el 22 de febrero de 1779, descubre el río Negro y un espacio pródigo para concretar el establecimiento de un fuerte y población auto sustentable.
El 22 de abril de 1779 Francisco de Viedma llega a la ribera de la ciudad que tomaría su nombre para hacer “un muro incontrastable a los enemigos de la Corona, de seguridad de esta Capital, de fomento a su comercio y de medio para propagar nuestra religión…” Pero la empresa apenas comenzaba. Las limitaciones materiales, la hostilidad del clima, la alteridad del indio sublevaban los ánimos de los primeros colonos.
Reclamaban una mejor paga, más alimentos, herramientas para cumplir las tareas de labrantía, seguridades de que su esfuerzo no era en vano. Poco podía garantizar el andaluz. Él también padecía la desdicha. No era un tiempo de privilegios en un tiempo de pioneros.
Trabó con los indios una relación de respeto. Nunca admitió el prejuicio ni oyó los consejos de los intolerantes. Por eso denunciaron en su contra “la liberalidad del comisario para con los indios…” que motivó su replica, en una carta dirigida al Virrey, en la que expresaba lo siguiente: “nada es más precioso al hombre que la libertad con que Dios lo ha creado”.
Las autoridades no le prestaron eco pero continuó su trabajo. Dispuso la construcción de embarcaciones para remontar el río. Alguien avisa al Virrey de estos propósitos. Se lo impiden. Él acata la orden inexplicable: paraliza las obras del rústico astillero y vuelca todo su fervor en los trigales. Envía granos a Buenos Aires, sal, ganado salvaje. Demuestra que su proyecto está en marcha. Nadie, allá, en Buenos Aires, lo admite. El Virrey escribe a Gálvez: “…nada se ha determinado en cuanto a levantar los establecimientos, hasta la resolución de Su Majestad, dejando reducidas las obras a lo que ya he dicho…” Y agrega: “…parecería como preciso que subsistiese el de Río Negro por lo mucho que se ha gastado en él y porque de allí puede conducirse la sal, pero reducido el Fuerte a la cortísima población que se pudiere mantener a su abrigo”. El Ministro Universal, que cinco años antes había dispuesto la empresa de Viedma, oye los consejos del Virrey. El 1 de agosto de 1783 dicta la Orden Real: dispone el abandono de la costa patagónica y la remoción de Francisco de Viedma. Seis días después le asigna un nuevo destino: lo nombra Gobernador e Intendente de Santa Cruz de la Sierra y Cochabamba, en el Alto Perú, donde terminará sus días el 28 de junio de 1809.
Pero ya había nacido el Fuerte del Río Negro, el único establecimiento que los españoles lograron sostener de los cinco que estaban dispuestos a mantener sobre la costa patagónica. Su importancia, desde el punto de vista geopolítico, es relevante y su función, la que dio origen a la fundación, se mantuvo hasta bien entrado el siglo XIX. En 1827, en un hecho no del todo conocido, la población tuvo que armarse en defensa del Fuerte para enfrentar a una poderosa escuadra del Imperio del Brasil que pretendió sin éxito dejar fuera de operaciones el puerto del río Negro en el contexto de la guerra que debieron librar las Provincias Unidas del Río de la Plata. Este hecho a juicio de una gran historiadora maragata, Emma Nozzi, significó el momento en el que la Patagonia se bautizó de Argentina.
Hasta esos días Viedma y Carmen de Patagones no existían como tales y constituían una sola población unificadas bajo el gobierno que residía sobre la margen norte del río. Recién en 1878, al crearse la gobernación de la Patagonia, ambos pueblos se separan en jurisdicciones distintas. Viedma, que hasta ese momento guardaba el nombre de Mercedes de Patagones, pasa a ser la capital del nuevo Territorio Nacional que se extendía hasta el extremo sur de la patria y, Carmen de Patagones, es designada como la población cabecera del partido más austral de la provincia de Buenos Aires. En 1882 el gobierno nacional dispone una nueva división territorial de la Patagonia y Viedma comienza a ejercer el rol de capital del flamante Territorio Nacional del Río Negro.
En el invierno de 1899 Viedma enfrenta uno de los momentos más críticos de su historia. Una inundación arrasa por completo las precarias viviendas de sus pobladores y con la excepción de unos contados edificios públicos y, de manera emblemática, el edificio de los padres salesianos, la pequeña ciudad queda totalmente destruida. Es justamente este edificio, uno de los sitios del patrimonio de los viedmenses de mayor relevancia desde el punto de vista de su identidad.
Fue el lugar desde donde los salesianos comenzaron a concretar el proyecto evangelizador de Don Bosco, con fuerte énfasis en la educación inicial -a través del Colegio San Francisco de Sales- y, a posteriori, con la creación de la Escuela de Artes y Oficios. Fueron también los creadores de la primera biblioteca pública de la Patagonia, inaugurada el mismo día en que entró en funciones el primer faro de la región más vasta del país, en 1887, sobre el litoral atlántico de Viedma.
La educación y la cultura tuvieron durante muchos años en Viedma un rasgo superlativo, cuyos beneficios se proyectaron hacia toda la Patagonia. Ya en los orígenes del Fuerte y Población Nuestra Señora del Carmen, en 1782, Juan Gómez de la Pinta, crea la primera escuela de la Patagonia. Pero sin duda la creación de la Escuela Normal Mixta, decidida en una asamblea de vecinos que se lleva a cabo el 22 de febrero de 1917, convocada por el presidente de la Municipalidad de Viedma, y de la que surge una comisión para concretar el proyecto integrada por E. I. Schieroni, C. López y el prebístero Luis Pedemonte, es uno de los hechos más significativos de la función que cumple Viedma en el campo de la educación. En 1922 la Escuela es reconocida por el Estado y durante décadas formará maestros que llevarán sus saberes a cada rincón del sur del país. Los jóvenes de Río Negro y la Patagonia tenían en Viedma el único centro para acceder a la escuela media y así llegaban de todos los puntos de la región para formarse como maestros normales.
Pero en Viedma también se publica el primer periódico de la provincia, “El Río Negro”, de los hermanos Guimaraens, que aparece el 15 de junio de 1879 y el primer libro impreso en la provincia, en 1864, “Apuntes históricos del Río Negro”, del historiador J.J. Biedma. La lista de hechos fundacionales vinculados a la educación y a la cultura es extensa, pero los primeros ladrillos de esta epopeya fueron puestos por las primeras treinta familias que llegaron hace 245 años al río Negro para trabajar la tierra y hacerlo todo, con el esfuerzo de su ingenio y de sus manos. Agricultores, que en la lejana Patagonia de entonces, pusieron en marcha uno de los motores fundacionales más importantes de toda la Argentina.
Por Pedro Pesatti
Vicegobernador de Río Negro